jueves, 30 de noviembre de 2006

Fútbol y música, unidos de la mano

Escuchando Sit Down, de James, me he puesto a refexionar sobre la relación fútbol-música, música-fútbol, los dos principales temas de este blog. ¿Que sería de un campeón alzando la Copa del Mundo sin el We Are The Champions de fondo...u otro de la Liga de Campeones? Además, hay jugadores que han inspirado varias canciones, como es el caso de Maradona, de Andrés Calamaro, por poner el primer ejemplo que se me viene a la cabeza. Y me he acordado de un grandioso texto que tenía por ahí guardado. Lo escribió Santiago Segurola (entonces Redactor Jefe en la sección de Deportes de El País, ahora lo es en la de Cultura) tras la muerte de George Best. Venía acompañado de un excelente dibujo de los Beatles cruzando Abbey Road y él, el quinto Beatle, George Best controlando un balón junto a ellos, pero me temo que la he perdido porque no la encuentro.

Bueno, os dejo con el texto, que es lo importante. No os lo perdáis:

Pop en movimiento




Mucho antes de que Inglaterra fabricara plastificados ídolos del fútbol, hubo un jugador de carne y hueso que representó perfectamente los excesos, las turbulencias y los cambios que generó su tiempo. Fue George Best, el chico que salió de los callejones de Cregagh, en Belfast, para convertirse en un fenómeno que trascendió la escena del fútbol. No son pocos quienes le señalan como el mejor futbolista británico, un genio a la altura de Pelé o Maradona, consideración excesiva para un jugador que sólo mantuvo tres años de brillo consistente. Tenía 22 años en 1968, cuando fue designado Balón de Oro tras conquistar la Copa de Europa con el Manchester. Era una celebridad dentro y fuera de los estadios, un futbolista con raptos geniales, intuitivo, regateador, valiente, astuto, estupendo pasador, con una arrancada incontenible y una delicada conducción de la pelota. Jugaba con los brazos pegados al cuerpo y los puños casi cerrados. Era el tobillo eléctrico y la cintura de goma lo que producía un fascinante efecto en los espectadores y un desastroso problema en sus marcadores. Pero todas estas cualidades, por raras que fueran, no le convirtieron en el ídolo singular que fue. Hubo regateadores antes que él, como Stanley Matthews, futbolistas con un dominio integral del juego, como su compañero Bobby Charlton —con quien mantuvo una difícil relación, en el mejor de los casos— o elegantes goleadores como Jimmy Greaves o Dennis Law. Best tenía mucho de todos ellos, pero añadía algo más: su identificación con una época vibrante. Mientras Matthews o Charlton representaban al discreto inglés de la clase trabajadora cuyas hazañas rara vez traspasaban las páginas de deportes, Best era el pop en movimiento. No sólo era un gran jugador, sino un héroe de la cultura de su tiempo. Conducía airosos deportivos, frecuentaba los clubes donde se citaban los músicos y los actores del swinging London de los años 60, era dueño de boutiques a la última moda, poseía una casa futurista a las afueras de Londres y no tenía rival con las mujeres: conquistador compulsivo y protagonista de desgraciados episodios de violencia. Un periódico de Lisboa le calificó como el quinto beatle después de destrozar al Benfica (1-5) en los cuartos de final de la Copa de Europa de 1966. Era verdad. El fútbol acababa de alumbrar la primera estrella pop, un ídolo masivo que interesaba a todo el mundo, el jugador que también desarrolló un nuevo personaje: el de la estrella autodestructiva que jamás alcanza su potencial como futbolista, pero que arrastra durante toda su vida una especie de poética maldita que agranda su leyenda.

Con 22 años alcanzó la cima y repentinamente comenzó su declive, alimentado por la bebida y el juego. Estaba destinado a la destrucción. Debutó con 17 años en el Manchester. A la misma edad comenzó a beber. No le ayudaron ni la fama ni la cultura del alcohol que prevalece en el fútbol británico. No le ayudó su asociación con la permisiva escena social del pop. No le ayudó la indulgencia que encontró a su alrededor. Era un rey. Podía hacer lo que quisiera. Con 24 años, cuando los jugadores entran en el apogeo de sus carreras, Best sólo era un futbolista de destellos, proyecto de juguete roto que se peleaba con los entrenadores, no acudía a los entrenamientos y comenzaba un triste peregrinaje de despedida por la serie Z del fútbol: Fulham, Stockport County, Hibernian, Dunstable Town, Los Ángeles Aztecas, San José Earthquakes y Bournemouth. La lista explica gráficamente el enorme desperdicio de talento y la inauguración de un género que se ha hecho muy relevante en dos lugares: Inglaterra y Argentina, países donde la figura del héroe caído genera una fascinación enfermiza. Es fácil asociar a Best con Maradona y bajar poco a poco los peldaños de la fama, de Paul Gascoigne a Charlie George, pasando por René Houseman en las calles de Buenos Aires o Stan Bowles delante de cualquier tugurio de apuestas en Londres. De todos ellos se contarán maravillosas historias futbolísticas y trágicos relatos personales, donde el alcohol, el juego o las drogas destrozaron sus carreras y sus vidas ante la morbosa avidez periodística. Los inadaptados siempre dan mucho juego en la prensa. Pocos lo han testimoniado mejor que Best, cuya tragedia terminó ayer. Ahora comienza la hora del mito.


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PD: En el próximo post os contaré el por qué se me ha venido todo esto a la cabeza escuchando Sit Down.

viernes, 24 de noviembre de 2006

El Príncipe


Yo ya lo admiraba antes de llegar al Real Madrid. Fue mi futbolista icono. A día de hoy, puedo decir abiertamente que no he visto niguno como él. Me maravillaba su forma de acariciar la pelota, de hacer el campo más grande o más pequeño según le convenía (a él y al equipo) su forma de influir sobre el resto de jugadores y su capacidad de liderazgo. Porque Fernando Redondo fue algo más que un simple pelotero. Fue un líder.

Nació en Adrogué (Buenos Aires), en 1969. Ya desde niño sus padres le inculcaron el sentido del deber y la disciplina. Por eso, cuando acababa los deberes, siempre bajaba a la calle con su hermano a jugar al fútbol, como el resto de argentinos. Por entonces, todos tenían una ilusión: ser como Mario Alberto Kempes. Pero Redondo siempre fue distinto al resto. Su ídolo fue Ricardo Enrique Bochini, jugador de Independiente, al que precisamente también admiraba Maradona.

Debutó en la Liga Argentina con tan sólo 15 años con la camiseta de Argentinos Juniors. Año 1985. Pero una mala gestión del club le hizo quedar libre y fichar por el C.D. Tenerife. Llegó a la isla tinerfeña en 1990 aunque nunca pudo disputar una temporada completa a causa de las malditas lesiones. Con Jorge Valdano jugó a su mejor nivel y en 1994 disputó con Argentina su único Mundial, el de Estados Unidos. Después de aquel campeonato, media Europa quería a Redondo. Pero prefirió al verdadero club de su vida: el Real Madrid.

Siempre hubo gente que dudó de su valía. Algunos preferían a Luis Milla, je. En el Bernabéu, ya en su segunda temporada (en la primera ganó la Liga), llegaron a pitarle en un partido contra el Oviedo. Pocos parecían recordar a ese jugador que superó una grave lesión en la pretemporada anterior y que debutó en San Mamés entrando desde el banquillo, echándose el equipo a las espaldas y logrando remontar el encuentro. A Capello (temporada 96/97) tampoco le convencía su juego. Sanchís y Seedorf comenzaron el año en el centro del campo, pero el técnico italiano no tardó en comprobar el potencial del argentino y darle las riendas del juego madridista.

Tuvo que soportar golpes bajos, encuestas conducidas, lesiones, comparaciones...y él siempre callaba. Todos los entrenadores que lo tuvieron a sus órdenes hablan maravillas de él, pero, y no me canso de reiterarlo, siempre hubo gente que lo miraba con extraños prejuicios. A mí también, simplemente por llevar su camiseta o tener una gorra con su nombre colgada de las paredes de mi habitación. "¿Cómo te puede gustar Redondo? ¡Si es lentísimo!", me decían. Yo me reía. Geremi era el ejemplo a seguir para la mayoría.

Generalmente la gente suele medir a los futbolistas por simples jugadas. Y hubo una jugada que marcó la vida de Redondo. 'La jugada'. "¡¡Diosss!! ¿Visteis anoche la jugada de Redondo??", era el comentario más repetido al día siguiente en clase entre mis amigops. Yo me reía.

Redondo no necesitaba ponerse la camiseta de Argentina para ser argentino (de hecho renunció a la albiceleste). Tampoco necesitaba una camiseta con el '5' para ser '5' (llevaba el '6'). Amaba la pelota. Fue el gran heredero de los clásicos mediocentros. Como dijo Valdano, "Redondo entrenaba con entusiasmo; se ponía la camiseta del Real Madrid sabiendo que hay una historia detrás; se sentía futbolista mañana, tarde y noche; tenía en su casa un gimnasio para no dar ninguna ventaja al rival y, aunque se viniese el mundo encima, siempre quería el balón al grito de 'dame', 'toma', 'te ayudo', 'toca'...


Gracias por tu fútbol, Príncipe.