viernes, 9 de noviembre de 2007

De golfo a internacional

Dani Güiza disfruta ahora de una vida feliz. Una felicidad que se ha labrado a base de goles. Consagrado en Primera y a la espera de un hijo, ayer vivió “el sueño de todos los españoles”. El camino, sin embargo, no le ha sido nada fácil.

Criado por una “familia humilde y de chabolas”, como en alguna ocasión reconoció medio en serio medio en broma, fue un chaval de la calle. Los estudios no le interesaron; el balón, sí. Por eso Güiza le debe mucho al fútbol. También a Quique Pina, ex presidente del extinto Ciudad de Murcia.

El Mallorca se fijó en él con apenas 20 años. Procedía de las categorías inferiores del Xerez. En su ciudad natal se había hinchado a marcar goles. Poco después, debutó en Primera contra el Espanyol en Son Moix. Su juventud, sin embargo, le pasó factura. La noche, aquella de la que una vez dijo “que confunde a los futbolistas”, frenó su progresión.

En Mallorca no le fue especialmente bien. Incluso, llegó a reconocer que en más de una ocasión se quedó dormido en las sesiones de vídeo de Luis Aragonés y de Bernd Krauss. Era evidente que aquello no funcionaba.

Fue cedido al Dos Hermanas, de Segunda B. De allí regresó al Mallorca B, desde donde volvió a dar el salto al primer equipo. Pero la cosa seguía sin funcionar. Fue cedido de nuevo. En un año, dos equipos. Primero, al Recreativo, donde se encontró con Lucas Alcaraz, ahora técnico del Murcia. No se podían ni ver. Así que en diciembre se marchó al Barça B. Toda una locura para la estabilidad de un futbolista. Hasta que apareció Quique Pina.

Pina lo rescató del Mallorca –llegó con la carta de libertad– y devolvió al fútbol a un excepcional delantero. “Le dije que era su última oportunidad para triunfar. O lo hacía en el Ciudad, o ya se podía retirar”, cuenta Pina recordando la etapa del jerezano en Murcia.

El ahora manager general del Granada 74, consciente de que corría “un riesgo” al contratar a un futbolista con especial devoción por la noche, lo presentó ante los medios como “el jugador más golfo del fútbol español”. ¿Era para tanto? “Sí, sí. Totalmente. Su vida, por entonces, era eso: un poco golfa, muy desestabilizada”.

Pina fue un como un padre para Güiza. Confió en él y en Murcia encontró la estabilidad que necesitaba. Güiza se convirtió en un estandarte para el Ciudad. Fue el futbolista más importante en la corta historia del club murciano. Jugó dos temporadas magníficas. Sus goles –37 repartidos en los dos años– salvaron al equipo del descenso a Segunda B... y de la ruina. Güiza fue traspasado al Getafe por 1,2 millones de euros –en ese momento, el fichaje más caro en la historia del club madrileño y el único por el que el Ciudad recibió transferencia económica en ocho años de vida–.

Ángel Torres, presidente del Getafe, llegó a describirlo después “como el mejor definidor de la Liga sólo por detrás de Ronaldo”. Schuster, que lo tuvo como jugador, dijo de él que “a veces llegaba a los entrenamientos con una cara que parecía haber dormido debajo de un puente”.

Un par de años después, de nuevo en Mallorca y con Nuria Bermúdez como pareja, viajará con la Selección con la humildad de sus orígenes, con sus “botas, las espinilleras y el Cristo de los gitanos”.

Un misterio sin resolver



Hay algo en el Valencia y en Valencia que huele a misterio. Y no se sabe muy bien qué es. Quique Sánchez Flores fue su última víctima. En su última rueda de prensa como técnico valencianista, se despidió con una frase solemne, que dejó bien claro la angustia continua que vivió durante el último año y medio. Casi un calvario. “A día de hoy, tengo la sensación de que pierdo un cargo pero recupero una vida, que es lo más importante”.

A Quique lo sentenciaron sus aficionados. Descontentos con el juego del equipo, Mestalla fue un clamor durante varios partidos: “¡Quique, vete ya!”, repetían incesantemente. Juan Soler, el presidente del club, atendió la petición. Y Quique ganó una vida. Anteriormente la habían recuperado Cúper, Ranieri y Rafa Benítez. Todos, en mayor o menor medida, disfrutaron de una época de esplendor, y ganaron títulos. Todos acabaron en la calle.

No hay éxito que valga en Valencia. Por muy difícil que parezca, no bastaron los triunfos. Las luchas internas, los conflictos, las discusiones, las quejas, las insatisfacciones están a la orden del día.

El Valencia es un club que vive sometido a una tensión continua. Un club que hace dos temporadas malvendió a un futbolista de la talla de Aimar, que dejó escapar gratis a Ayala y que en los últimos diez años ha contado con tres presidentes distintos. Tanta bronca, tanto ruido, tanta tensión acaba por pasar factura. La falta de estructura es evidente. En la plantilla de este curso conviven jugadores fichados por el anterior director deportivo, Amadeo Carboni, –Hildebrand, Mata o Sunny–, otros por Quique –Arizmendi, Alexis o Helguera– y otros por el actual director deportivo, Miguel Ángel Ruiz –Manuel Fernandes (18 millones, y hasta ahora un fiasco) o Zigic (17 millones, otro fracaso).

Ahora se están pagando los platos rotos. La sociedad es incapaz de sostenerse. Con la llegada de Ronald Koeman nada ha cambiado. Las estrepitosas derrotas ante el Real Madrid (1-5) y el Rosenborg (0-2) dirigieron las críticas hacia el presidente. Son las consecuencias de una sociedad autodestructiva que se empeña en castigarse continuamente.

En los últimos ocho años el Valencia ganó la Liga en dos ocasiones, levantó una Copa, una Copa de la UEFA y jugó dos veces la final de la Liga de Campeones, competición en la que siempre ha dado la talla entre los mejores. La afición del Valencia, sin embargo, lejos de disfrutar de esa etapa de oro, vive peleada con su equipo. No confía en sus entrenadores, por muy distintos que sean o por mucho que triunfen. Suele estar casi siempre descontenta con el juego y los resultados, se gane o se pierda. ¿Qué más quieren? Es un misterio que a día de hoy continúa sin resolverse.